Hace
un par de noches, de estas de ida y no de vuelta, andando hacia la salida del
torno, me encontré con una rosa tirada. Blanca, enorme, estaba como recién
cortada del árbol pero ahí descansando en medio de la suciedad de Madriles y el gris
que a veces parece coger el metro.
Era
como ese rayo de luz que entra a través de las nubes y lo ves desde lejos
cuando conduces hacia donde siempre.
Era
curioso. Todo el mundo se paraba, la miraba y la esquivaba. Ni la cogía ni la
apartaba. Teníamos un símil en nuestra jodida cara.
Eso,
que aportaba claridad a la mugre, no se atrevía nadie a pisarlo, pero tampoco
eran capaces de doblar un poco para acercarse a cogerla.
Parecía como si
prefiriesen verla de lejos.
Claro.
De lejos no hay espinas.
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